Llevo treinta años coqueteando con la muerte. Después de todo, casi me muero dos veces: una, en un accidente automovilístico en Vallenar, y otra gracias a una bacteria veleidosa que me estaba comiendo por dentro. Después me vi amononando una casita en la carretera huasquina en honor al «Pelusa», primo que volcó para Año Nuevo. Lo mismo pasaría veinte años después con el «Carlitos».
Me hice pequeña para entrar a esas casitas, me morí para deambular por los cementerios, me tiré a la carretera nortina para ser testiga de la fatalidad que avanza y me paro en las placas de agradecimiento y en cada cruz pagana que veo en las cunetas.
Supongo que seguiré ese viaje hasta que me vaya, hasta llegar al único lugar seguro de este mundo.
Tengo una hermana que no conozco porque se fue antes.