Por Valentina Peña “Romántica Brusca, traté a mucha gente mal, ahora me siento bien” es el valiente salto autorreferente y homónimo de una estudiante egresada de odontología en la Finis Terrae, que ganó un Fondo de Cultura en 2015 para publicar este breve libro, estilo poemario, compuesto por numerosas reflexiones sinceras. Versa sobre sus fracasos amorosos, viejas con bótox, un plan de venganza contra una compañera de casa que la hizo levantarse de madrugada a apagar una olla que se quemaba en la cocina; sobre la depresión, sobre conejos, sobre la Miley Cyrus. Es un ejemplar muy fácil de digerir; cada construcción es corta y la mayoría no supera una página de extensión. El contenido es patético y el morbo agiliza la lectura. Catalina Meléndez San Martín, que prefiere ser llamada por su seudónimo, Romántica Brusca, escribe en noches de insomnio mientras come fideos con ketchup y rememora momentos destacables de su vida cotidiana; en clases de la universidad, en la clínica donde trabaja, en la calle y en su casa, donde vive con puras personas insoportables. Dice que para ser feliz necesitamos que la gente nos trate bien, pero si ella está enamorada de alguien, mientras más como el pico la traten más enamorada va a estar. Y escribe con el corazón roto, miente, va a la psicóloga. Titula dos poemas con un cúmulo de letras incongruentes, dignas de esos bloc de notas olvidados en el escritorio del computador. En un plano trascendente, vale la pena adentrarse en esta propuesta porque la autora va al hueso y sin demasiado decoro ni lenguaje rebuscado dispara contra todas sus insatisfacciones, tanto sociales como personales, desde un sitial imaginario incómodo y melancólico con natural desparpajo: “Qué chistosa la gente / Hace como que el tiempo lo borrara todo” declara. Pero ella es la excepción, se aferra al pasado, el que tal vez alienta su manifiesto en contra de un mundo antipensante: con los ojos pegados al computador, pajero, que le exige comportarse como una persona normal, cuando la interrogante manoseada que apunta a definir qué es normal y anormal ya parece un chiste. El texto es un recopilación contingente de emociones milenarias que la escritora, vulnerable, plasma adecuadamente; los quiere matar a todos. Es victimaria y víctima, y desde ambos roles se expresa con soltura, formando un caos que empieza a cobrar sentido cuando el epítome de su melancolía noventera es un caset de los Backstreet Boys. Vale la pena también darle una oportunidad a la ópera prima de Brusca porque materializa las pequeñas injusticias sutiles de una estudiante chilena sorteando una precariedad común y cómica: sobrevivir todo un día con mil pesos, almorzar una marraqueta con huevo revuelto. Aquéllos son los recursos utilizados para transformarse en una representante de su generación, y sí, se puede considerar entonces un libro juvenil que sin inhibiciones conjuga crudeza y jocosidad. No es un compendio demasiado pretencioso y logra descolocar al lector; lo absurdo de algunos extractos dan risa y lo transgresor de otros fastidian. En síntesis, promete. Y es sólo la primera parte de una trilogía que continuará en el futuro incierto.