Por Katha Paz

Las obras visuales que plantean una crítica tienen como finalidad ampliar el espacio de lo visible e integrar aspectos de su contexto para analizar lo manifestado. “Renuevan la experiencia de la mirada sobre los objetos que la convocan”, y en eso generan un proceso de transformación en el que la realidad referencial se vuelca a ser una experiencia corporal que amplía los sentidos de quien observa. Así lo planteó la curatoría de Objetos y Procesos, exposición de estudiantes del Instituto de Arte Contemporáneo realizada en 1994 donde participó la artista Ana Maria Fell.

La repetición de imágenes similares terminan por normalizar ciertos aspectos, siendo la masificación de contenido una herramienta poderosa para determinar tendencias y moda. Pero qué sucede con las que difieren de lo hegemónico?¿cuales son las imágenes que nos incomodan? ¿toleramos lo extraño? ¿o intentamos ser parte de la higienización y homogenización de nuestras corporalidades en base a una conformidad social?

“La tecnología ha provocado que la imagen que tenemos de nosotros mismos sea, ante todo, cambiante, condicionada por la presencia frecuente de cámaras en nuestro entorno inmediato” (Barnés, H. 2012), a la vez que nuestra conducta es determinada y condicionada por la manera en cómo nos desenvolvemos dentro de la sociedad.

En este sentido, nuestras corporalidades pueden ser jaulas que encasillan o permanencias que liberan. 

Las artistas visuales Ana Harff y Ana Maria Fell integran en sus obras cuerpas femeninas que transgreden con la concepción hegemónica sobre lo femeninamente aceptable. Aludiendo a las múltiples y diversas corporalidades que existen, transmitiendo además sensaciones de extrañeza y, ojalá, hasta de incomodidad.

La fotografía de retrato de Ana Harff encuadra partes del cuerpo, mostrando en detalle formas y texturas que sugiere ponerle atención. Además, de colores y estética sencilla en su obra es el contenido lo que resalta, ya que es explícito y supone una revelación sobre lo que somos naturalmente. 

La propuesta de Ana Maria Fell tiene una estética marcada por la rareza, la incomodidad y lo horroroso que altera inmediatamente los sentidos. Estamos frente a una puesta en escena donde la penumbra y lo ficticio toma posición interpelando nuestra propia creencia sobre lo consensuado. 

La incomodidad de una obra que muestra cuerpos disidentes permite cuestionar lo que en nuestro imaginario tenemos internalizado como lo cierto. En este caso, la verdad se vuelve peligrosa cuando hay una concepción hegemónica sobre cómo deberíamos vernos para conseguir validación social. 

En definitiva, nuestra primera relación con el mundo está dada a través de nuestras corporalidades. Somos múltiples figuras que se desplazan e interseccionan en una cotidianidad que es determinada por múltiples factores socioculturales, los que afectan la forma en que nos percibimos, presentamos y relacionamos con nuestro entorno. 

Es así como la identidad permite reconocernos y aceptar nuestras diferencias como signo de seres vivientes que provenimos de un origen ancestral similar.

 “Durante el siglo XIX, el retrato nos daba una imagen fijada, preparada de antemano y seleccionada, de nuestro ser: era la imagen de la incipiente burguesía. Cada persona se presentaba a sí misma rodeada de características que representaban su estatus social y la imagen con la que quería ser identificada” (Barnés, H. 2012). 

Actualmente, en el siglo XXI la situación no es muy distinta. Redefinir nuestra propia piel y sus contornos es parte de las transformaciones que de pronto se han ido integrando socioculturalmente, pero ha sido una lucha constante contra un paradigma patriarcal y capitalista. 

Las diversas corporalidades de mujeres y disidencias han sido ocupadas como instrumento performativo en las manifestaciones políticas y artísticas como liberación de nuestras cadenas racionales hacia una liberación de la conciencia.