Por Eloísa Nieto 

El domingo nos juntamos con Thomas en el último vagón del metro. El vagón superior, le decíamos. Antes de nuestro encuentro le comenté por Whatsapp que ya veía a todos los cuicos de Alcántara bajando a Cerrillos para ir al Lolla. Toda la semana dudé si es que era una buena idea gastarme ochenta lucas, sabiendo que no volvería a tener pega hasta principios de abril, pero desde que soy chica no escatimo en gastos cuando se trata de ir a algún concierto. 

Llegamos. Veinte minutos nos costó atravesar el Parque Bicentenario para escuchar las últimas tres canciones de Marcianeke. Había mucha más gente de la que pensábamos.  

–La gente lo quiere harto –decíamos.
–Una amiga en Talca me contó que Marcianeke está súper mal porque no tiene amigos reales y todos se juntan con él por interés –me dijo. 

–Qué pena, ojalá no se mate –dijimos.
Acto seguido prendí una cola de pito y vimos como el público vacilaba Dímelo má

Nosotros en verdad no lo escuchábamos, pero creíamos que era de suma importancia verlo actuar. Los bajos atravesaban todo mi cerebro, un perfecto carrete de tres de la madrugada llevado a las cuatro de la tarde a todo sol. Ahí me di cuenta de que los encargados de vender cerveza dentro del público eran cabros como uno, porque dejaron de vender para poder bailar con el resto. 

El plan de Thomas para el último día de Lollapalooza, era ver a King Gizzard, su banda favorita de toda la vida. Incluso se compró una pastilla de éxtasis solo para ver ese show. La banda canceló tres días antes. Yo me encontré feliz porque eso significaba que íbamos a estar juntos toda la jornada y que me iba a acompañar a ver a Doja Cat, artista que se formó y se dio a conocer dentro de la cultura de internet, igual que nosotros. Las dos horas de tiempo muerto las gastamos en volver a los escenarios principales, buscar comida y no conseguirlo, e ir a los baños químicos. 

–Qué barsa que es la gente, dijimos, mientras minutos antes de que partiera el espectáculo, veíamos a grupos de descriteriados acostados en las alfombras verdes –no llegaban a ser pasto sintético– que se encontraban al frente del escenario. Quienes recién nos estábamos integrando al público, cada vez nos apretábamos más y más, formando una pared humana que bordeaba a quienes aún no atinaban a pararse. 

La pasti nos pegó en lo que partía el concierto. La gente no dejaba de gritar. La razón por la que estábamos más felices era porque a pesar de la cantidad de gente, logramos defender nuestro espacio personal. En medio de las canciones, Thomas me afirmaba que estaba profundamente enamorado de quien se encontraba cantando en el escenario. A pesar de que no vi nada, limitándome a la pantalla que teníamos más cerca, la pasamos tan bien que sus canciones las seguimos escuchando hasta dos semanas después del concierto. 

Terminaba Doja. Fuimos a ver a Strokes. A mí los Strokes me gustan desde pendeja. Desde que tocaba Reptilla en el Guitar Hero 3. Ya no los escucho como antes, pero sentí que era algo que me debía a misma. –Igual sé que son como el pico– le dije a Thomas, una semana antes de que nos encontráramos en el festival. Antes de que partieran me comentaba que el Julian Casablancas venía de los círculos más privilegiados de Estados Unidos, que los Strokes eran puros pendejos con plata jugando al rock. Nunca me dediqué a indagar de los orígenes de la banda, pero me hizo todo el sentido del mundo. Partieron media hora tarde.

–Cuico culiao –dije como unas diez veces. 

El resto del público me veía gritarle y a mí me dio la impresión de que me daban la razón. 

Tocaron con desganas, omitieron canciones, el vocalista balbuceaba entre medio de ellas. Era todo lo que me esperaba que pasara. Canté todas las canciones.

Con Thomas hablamos de varias cosas: de nuestra infancia, de la performance de los artistas, de lo que íbamos a hacer después porque andábamos con ganas de seguir webeando, y de que fue una tarde redonda. Yo quedé con la sensación de que esas ochenta lucas fueron una inversión, el pie para conseguir un nuevo compañero de conciertos.

–Vayamos al Primavera Sound– dijimos. 

 

 

Fotografías: Eloísa Nieto

 


 

Eloísa Nieto

Siempre he sido la más chica entre mis amigues, quizás por la ternura que eso implica siempre me ha gustado escribir de y para elles. Me gusta mostrárselos sin ninguna pretensión más que el gesto cariñoso del recibimiento, como cuando en las películas gringas cuelgan los dibujos de les niñes en el refrigerador. Al igual que en mi arte, las historias que cuento no pueden despegarse de mi cotidiano: en lo que comí de desayuno, en lo que me encontré en la calle, en lo que me dijeron cuando me despedí del carrete para irme a mi casa. Me gusta rendirle homenaje a lo que siempre me acompaña.