Por Carlos Rendón Era de noche y en el estadio la tensión había tomado forma física en los rostros de la gente, en los gritos y en las banderas blancas ondeando desde las gradas. El reloj marcaba las 20:42 horas y el “Chico” Pérez comenzaba a avanzar por entre los rivales, transformado en bestia alba imparable, le da el balón a Espinoza, este con precisión magistral, se lo entrega de regreso en doble pared entre las piernas rivales, para dejar al goleador frente al portero rival y entonces la magia, el derechazo del albo transforma el balón en cometa inatajable. La victoria, ese grito de gol triplicado, se transforma en uno de los mayores logros en la escasa historia deportiva de Chile en copas internacionales. El estadio se viene abajo y, entre esa marea de gente, Gabriel grita desde galería, los brazos en alto y las piernas sobre los hombros del padre. Es el día más feliz de su vida y, de cierta forma presiente, lo recordará para siempre. Gabriel Barahona podría ser perfectamente la persona menos famosa de Antofagasta, como varios otras y otros en la región, trabaja en la minería en formato 7×7. Vida difícil, hasta peligrosa, pero bien pagada. Me invita a la casa en el sector norte, hogar de dos pisos y medio (el tercero está a medio hacer), amplio antejardín y a solo dos manzanas de la playa. Toco el timbre, nadie contesta. Miro a los lados, saco el teléfono y comienzo a escribir, “Gabriel, ¿cómo estay? Ya estoy acá”. Estaba por enviarlo, cuando lo veo aparecer al otro lado de la vereda, pack de cervezas en la mano derecha y bolsa de pan batido caliente en la otra. A Gabriel le podrían decir de todo, pero jamás mal anfitrión. –Vamos a hacer la previa, a las 18:00 empieza el partido. Aprovechemos de ponernos al día mientras tanto –me dice posterior al correspondiente abrazo. Camina con confianza por la casa, mostrándome el living, la cocina, las piezas y los primeros palos del, en alrededor de dos meses, tercer piso. Se mueve con la satisfacción del padre proveedor y eso no era realmente solo una metáfora. –¿Eres papá, Gabriel? ¿Me estay? –Te lo prometo, hermano. Desde hace tres años, del Matías. Vive con la Camila, no conmigo, pero nos vemos todos los fines de semana. Nos vimos ayer de hecho –se deja caer en el sofá marrón al centro de la sala–. Es medio raro decirlo, pero es lo más importante en mi vida, ¿cachay? –Pero y… –No, eso es distinto —ríe, mostrando la hilera de dientes perfectamente blancos adornándole el rostro manchado por el sol del desierto más árido del planeta—. Colocolito es la vida, hermano, la vida en sí. Siempre se consideró fanático, venía de familia. La historia hablaba de tíos lejanos marcando goles por el albo, no había testimonio real de aquello, pero Gabriel podía agarrarse a combos con tal de defender el mito. Y claro, estaba la experiencia divina de gritar el primer gol de Pérez en esa final legendaria y, posteriormente, las otras dos estocadas, cerrando el demoledor 3-0 sobre el Olimpia en esa noche inolvidable para los colocolinos, pero también para todos los amantes del deporte nacional. Habían ido desde Antofagasta solo a ver la final de la Copa Libertadores de América. El viaje lo tenía borroso, pero recordaba con certeza las 20 horas interminables, el hacinamiento, el olor a sobaco y la solidaridad intrínseca entre hinchas, identificados por las camisetas, los gorros o las banderas. Compraron la entrada tras hacer fila por horas, $2.500 pesos chilenos la galería. Jamás había ido a Santiago y le dio lo mismo ver los edificios comerciales, los sitios históricos y las plazas. Solo visitó el Estadio Nacional, a regañadientes, debido a la cercanía del estadio con el eterno rival. “Territorio enemigo”, prácticamente. La noche de la final, sin locomoción, caminaron hasta el hotel donde se alojaba con el papá, en medio del baile y la fiesta, los saltos y la algarabía. Se demoraron tres horas en llegar, pero no cambiaría nada de la experiencia. Era como si el país entero celebrara ese logro del deporte rey, rebasado solo por salir terceros en el mundial del 62 y por las dos Copas Américas de la generación dorada. –Pero lo del Colo es más importante –me dice en medio del relato–. Más heroico. La selección es otra volada totalmente distinta, donde hay otras platas y otra forma de ver el deporte. La Libertadores es la Libertadores, no hay más. No conocía a otra persona más fanática, no solo de Colo-Colo, sino en general. No era difícil inferir la pasión de Gabriel estando en esa casa. En la pared se destacaba el banderín blanco y negro con el logo del indio, como si mirara desde ahí arriba toda la casa; todos los sillones estaban girados en diferentes grados para mirar a la tele, una enorme LED que se tomaba la pared y en la mesa de centro, el cenicero, el control remoto, boletas por pagar y la caja de madera donde descansa el collar plateado del papá, con el logo de Colo-Colo. Gabriel, no se atreve a ponérselo, pero lo tiene ahí, así el viejo lo acompaña viendo los partidos, dice. –Pero estoy pensando en sacarlo si el Colo sale campeón de la Libertadores otra vez. Para completar el ciclo como dicen –señala con la mano hacia las escaleras–, te voy a mostrar mi pieza, tengo tremenda colección. Gabriel tenía ganas de mostrarme el clóset de casi dos metros de ancho dentro de la habitación. Si bien parecía normal, al abrirlo revelaba casi infinitas camisetas, todas del Colo-Colo, datadas aproximadamente del 98 hacia adelante. “Esta es la del tetra”, me dijo, mostrándome la camisa blanca con el logo de cerveza Cristal en el pecho. “Y mira esta otra, tiene la firma del Mati Fernández”, señalándome rayas ininteligibles hechas con marcador. –Lo de ese weón era increíble –exclama con nostalgia, llevándose la mano a la frente, como desconsolado. Bajamos otra vez. Eran las 5:00 p.m., todavía faltaba rato para el inicio del partido entre Colo-Colo y Cobresal por el campeonato nacional. Gabriel aprovecha de mostrarme el resto de la casa, el patio algo dejado de lado, los dos baños, la bodega. “Tremenda casa, compadre”, le digo, para inmediatamente agregar: “está como grande para ti solo, ¿o no?”. Me dice algo ya imaginable: ahí antes no vivía solo, sino con la familia, tanto la Camila como el Mati. Se separaron hace años y, como la casa era de él, terminó ahí solo. Por eso tan grande, tan vacía, tan silenciosa. Pero no se siente mal, me dice. Sale constantemente con amigos y, como la casa es grande, varias veces termina con socios pasando ahí la noche. En ocasiones hacen asados para ver los partidos del Colo, de la selección, o simplemente “pa’ webiar”, como menciona sonriendo. –Y claro, también tengo mis cositas. Tendría polola otra vez, pero me jode el 7×7. Sea como sea, estoy la raja, todo bien hermano. Estoy con Tinder, ¿cachay esa weá? Me presenta su perfil en la app y, sin ápice de recato, me comenta la historia detrás de las fotos. En la primera aparece delante del carro (camioneta Chevrolet 4×4 plateada, estacionada ahora en el antejardín), con las manos en los bolsillos. “Mira esa cara de canchero”, me dice. En otra está en el gimnasio, mostrando los bíceps, con polera sin mangas y gorro tipo jockey, con el logo del Colo en el frente. En una sale en la playa, flotando en el mar, y finalmente otra con el desierto de fondo y el casco de minero en la cabeza, tapándole la cabellera corta y negra, siempre bien peinada. No obstante, en vez de concentrarme en las fotos, me interesa mucho más el perfil escrito. “Gabriel Barahona, 35 años. Soltero obvio, esperando la correcta. Tecnico en Mineria. Aca pa pasarla bien, wen carrete y wena vola pa las interesadas. Colo-Colo mi pasion, ni hay con las chxnchas”. –Pero Gabriel, ¿en serio importa eso del final? –Weón, eso le encanta a las minas –me dice con certeza–. Y la verdad así me ahorro malos ratos, si lo de la Camila pasó en parte por eso. –¿De verdad? –Sí, o sea, no ella, pero los viejos eran re fanáticos de la Católica y siempre terminábamos peleándonos por weás. Aparte, no sé cómo explicarlo, pero te miran mal si erís pelotero de chico, si vienes de la pobla. Y si te va bien, como a mí, les da más envidia siento yo y te miran más en menos todavía. Eso lo ha molestado toda la vida, me comenta Gabriel con seriedad. Le imponen cierto rol en la sociedad, lo estigmatizan por el origen, el liceo, la ropa o el acento y así ha sido como marca de nacimiento, tanto para él como para los amigos de la vida, también peloteros. La marginalidad de las patas peladas. Colo-Colo parece conectar con él –y con miles, millones de hinchas más– desde esa realidad compartida. –¿Y cómo ves al Colo ahora? –La raja, por fin estamos retomando la calidad. ¿Viste el partido de la Libertadores, contra el Alianza Lima? Si ya estamos a otro nivel, hermano. Con el profe la hacemos, ahora sí, tengo plena confianza. Nos sentamos ambos frente al televisor, él en el sofá café –el trono del living– y yo en el sofá chico, blanco, dando diagonal a la pantalla. El CDF presenta desde el cielo imágenes del David Arellano, estadio de Colo-Colo. A pesar de vivir en Antofagasta, Gabriel ha ido por lo menos veinte veces. Los gladiadores salen a la cancha. De reojo veo el rostro de Gabriel, ya no es el mismo, está en trance. Los ojos abiertos como platos, la cerveza en la mano, posición activa, no sentado en el sofá, sino apoyado, prácticamente en el borde. La gente en el estadio canta y vitorea. La cámara hace el paneo por los de camiseta blanca. Gabriel, sabiéndose experto en la materia, me va contando detalles. –Pavez es crack, está metiendo goles como loco. Y ese otro, Solari, bien habilidoso el weón, de ser chileno, yo lo pongo altiro en la selección. Y el del pelo así –hace espirales con las manos– es el Falcón, no le tenía fe pero me ha sorprendido. Comienza el partido y no deja de hablar, yo ya no soy el receptor. Habla con la pantalla, con los deportistas, con el técnico, con Dios. “¡Cómo tan ciego, árbitro!”, “¡Dale, por la derecha, tírate el centro!”, “Pero por la cresta, si es Cobresal nomás, cómo pifian tanto”. Aprovecho el partido para mirar las redes sociales, todavía pensando en lo de Tinder y me meto a Facebook para hacer algo de reporteo millennial. Entro al perfil de Gabriel, tiene la misma imagen del gimnasio como foto de perfil y de portada la camioneta recién comprada. Es bastante activo, escribe o comparte casi a diario y gran parte de los posteos son sobre Colo-Colo. Comparte memes contra los rivales, pone fotos viendo los partidos del “eterno campeón” desde la schopería con amigos o en la mina, si le toca jornada y debe ver los partidos desde el desierto. También selfies y, de paso, comentarios como: “Ganamos contra 12!!!” o “A sacar la cara por chile mñn! Los otros cero brillo hmno jajaja”. Me detengo, oigo gritar a Gabriel. –¡Gooool! ¡Bien, mierda! Levanto la vista, el grito se oye en toda la casa. Veo la pantalla gigante y el relator expresa con emoción el tanto de Amor a favor de Colo-Colo, mientras el reloj marcaba menos de la mitad del primer tiempo. El partido avanza y yo parezco estar viendo uno de tenis, mirando de lado a lado, la pantalla y el Gabriel, el Gabriel y la pantalla. Lo veo golpear el borde del sofá con ira, reaccionando al pronto empate de Cobresal. 1-1, pero posteriormente alza los brazos en señal de victoria con el derechazo de Solari colándose en la red y el resto, historia. Las tarjetas rojas se transformaron apenas en anécdotas frente al marcador final, 2-1 a favor de los albos y así se encaramaban a la primera posición de la tabla. Miro a Gabriel, está como agotado, bebiendo la tercera chela de la jornada. En la tele había terminado el partido y también había terminado el partido interno, el de los gestos y los gritos, pero también el de la alegría total, el de la emoción sin precedentes. –¿Viste? Si yo te dije. Nica los pechos fríos de la Cato ganan el penta, si papá regresó –me dice sonriendo, victorioso, brindando con la cerveza. –Oye y si hay partido de Colo-Colo y tienes algo en la pega demasiado importante, charla del jefe o algo así, ¿cómo lo haces? –Veo el partido po, obvio –me responde casi al instante. Si esa la hago desde siempre. –¿Y si hay partido del Colo-Colo y, no sé, te sale la gran cita en Tinder el mismo día a la misma hora? –La invito a ver el partido y si me dice no, entonces no es la indicada –ríe a carcajadas, salpicando chela. –Ya, y ponle, final de la Libertadores, está Colo-Colo en el partido definitorio, está empezando y al mismo tiempo te llaman y te dicen “el Mati se accidentó”, imagínate algo grave – toco madera – y te citan al hospital, probablemente para toda la noche allá. A diferencia de las otras ocasiones, Gabriel permaneció en silencio mirándome a mí, posteriormente la cerveza y, al final, el banderín del Colo colgando en la pared del living. Silencio. No dejo de observarlo, la tensión crece. –Voy a ver al Mati po. Jamás tan desgraciado. Otra vez silencio. La está pensando. –Pero vería el partido en el teléfono –sentencia. Fotografía 1: Carlos Rendón Fotografía 2: Javier Araya Carlos Rendón Bejarano Por la mañana periodista, por la tarde gestor cultural y por la noche escritor. Todo el día un obsesionado con escribir y con ser leído, desde que escribió su primera novela a los diez años. Esa sí, mejor que no la lea nadie. Tiene una colección bastante decente de menciones honrosas que planea recopilar y publicar algún día. Ha hecho pegas de reportero, editor, traductor, redactor de proyectos, entre otros, buscando siempre aprovechar el potencial interminable de la palabra escrita y su interacción con el lector, al punto de que puedo decirte que estás leyendo el texto más fácil que hice para este Laboratorio de Crítica Cultural. El más difícil está ahí, dentro, esperando.