Por Sofía Alarcón F. Los domingos parten entre 6:30 y 7:00 de la mañana. Lava con especial cuidado su rostro, en especial por estos días, debido a la herida que tiene cerca de su oreja izquierda. Bosteza un poco, se estira, se levanta de una de sus tantas camas provisorias y baja la escalera en dirección a la cocina de la casa donde vive en calle Michelet. Bebe un poco de agua y vuelve a estirarse para quitarse los restos de sueño. Tal vez piensa en la ardua, pero reconfortante tarea de estar encargado del coro dominical. Se dirige hacia el pasillo y ahora sí el día parte enserio. Se para frente a la segunda puerta a la izquierda y usa su cuerpo para empujar con todas sus fuerzas. La puerta no se abre, lo intenta de nuevo. Una, dos, tres veces. La puerta no abre y sabe que es momento de utilizar sus cerca de cinco kilos para embestir la barrera blanca que lo separa de quien duerme del otro lado. Nuevamente, no hay caso. Desconoce la existencia del pestillo que cierra la puerta por dentro y en verdad poco le importa. Sabe que es momento de afinar sus cuerdas vocales e iniciar su tarea dominical de tenor: “miau, mewou, maaaaaaaaaaaaaaaauuuuuuuuuuuu, kjjjjjjjjj, miaoooww”. Lamentablemente, la humana a quien maulla no está encargada de la repartición del alimento, solo le corresponde la repartición de atención y cariño. Cholo es la perfecta encarnación felina de lo que se supone es un Escorpio según la astrología: hermoso, demandante, con algún tipo de adicción y potencialmente irritable. De pancita primordial y un pequeño mechón blanco en el pecho, Cholo nació en 2016 en algún lugar de Cerro Cordillera. Poco se sabe de sus primeros años de vida, pero de lo que he podido rescatar, en base a los testimonios de Susana –mi compañera de casa y tutora oficial de Cholo– previo a ser adoptado, vivía junto a su hermana melliza Chola, en la casa aparentemente okupa que hay en calle Michelet, donde los habitantes de ese entonces llevaban su veganismo al extremo alimentando a los gatitos con una dieta basada en palta, tóxica para los felinos. Mi vínculo con este gato cascarrabias se remonta a fines de julio de 2018, cuando en la búsqueda de un hogar más estable vine a ver la casa de Cerro Cordillera donde actualmente vivo. Susana me mostró el lugar, cuya particularidad era la presencia, en ese entonces, de seis gatos, lo que para mí era una razón más que suficiente para venirme a vivir aquí. Nos sentamos a conversar con Susana en la cama de una de las habitaciones en arriendo y Cholo no dudó en acercarse y mostrarme su panza. Aún recuerdo que el horóscopo que dio Pedrito Engel por esos días en un extinto matinal, decía que esa semana en particular formaría vínculos que durarían mucho tiempo. Casi cuatro años después, le conozco todas las mañas a este gato, que se ha vuelto considerablemente más demandante. Los domingos son especial evidencia de aquello: Cholo se ha vuelto una interesante combinación de predicador evangélico y líder sindical. El séptimo día hace sus espectáculos matutinos con el coro de gatos machos de calle Michelet –o más bien a estas alturas Michilet– conformado por él y Baco, el gato anciano, flaco, y medio cegatón que es casi una especie de padre adoptivo para Cholencio Antonio. Ambos maúllan durante un par de horas frente a mi puerta, pero es Susana quien les da la comida, porque en teoría son sus gatos y porque les regula el horario de alimento según sus propias actividades. Quizás debido a las carencias en su infancia, Cholo tiene como luchas principales el alimento y el apapacho humano. De ubicarlo en el espectro político, Cholencio estaría junto a Karl Marx y Britney en la extrema izquierda. Es líder del Síndicato N°1 de gatos de la Catsa de Michilet, conformado por Baco, Monroe, Bichi, Aukan, Chola y Mina, siendo esta última la secretaria de la organización y quien hace de público del coro de gatos machos las mañanas de domingo. El compañero Cholo siempre pide comida y si no hay, la exige hasta que le hagan caso y le vuelvan a rellenar el plato. Aunque toda su vida ha tenido dos focos de lucha, en el último par de años se ha sumado un tercero, que es el profundo rechazo al acoso que recibe por parte de Pandora, espécimen canino con problemas de apego ansioso que no duda en molestar a los gatos y cuya presencia ha supuesto una mayor falta de atención por parte de Susana hacia los felinos de la casa. Ambos estamos de acuerdo en que Pandora es un animal insoportable. Sus “kjjjjjjjj” cada vez que la ve me lo confirman. Aunque Cholo nunca ha exigido demasiada atención hacia Susana –porque exige la de quien escribe esto– sabe que ahora los otros gatos pueden venir a pedirme cariño, por lo que ha aumentado sus rondas de vigilancia hacia mi persona: lo que en principio era venir un rato a echarse en la alfombra de mi habitación, pasó a ser de a poco una apropiación de mi cama y ahora una usurpación de las alturas del clóset, desde donde vigila la progresiva monotonía de mis días. El gran hermano de Orwell no se compara al nivel de vigilancia de Choberto, quien intencionalmente y por casualidad ha sido testigo de mudanzas, lecturas de tarot inciertas y madrugadas de trabajos universitarios atrasados, en los que era un integrante más. Incluso, fue testigo y una especie de juez de mi última ruptura amorosa en la que, debido a la falta de atención, manifestó su enojo con varios “mauuuuuuujjj” y después juzgó mis lágrimas con su mirada de i don´t give a fucking fuck. ¿Tú qué opinas del poliamor, Cholo? ¿Te cae mal Daniel Jadue como a mí? ¿Sabías que eres el gato más hermoso que ha pisado este mundo? A todas mis preguntas responde con una mirada de indiferencia. Está pendiente de que Baco abandone su plato para comerse su alimento especial, al igual que Chola, con quien Cholencio no tiene tan buena relación. Ella, de ojos amarillos, tiene cierto parecido genético con él, como lo es el pelaje negro, el mechón de pelo blanco en el pecho y el rostro redondo; pero es de personalidad opuesta: rehúye de la atención, no exige comida y quizás de ubicarla en el extremo político estaría en algo así como la centro derecha, una especie de señora RN tipo Karla Rubilar, pero más tímida. Ambos hermanos compartieron las carencias de infancia, pero corrieron mejor suerte que sus padres. No se sabe quién es la mamá de los mellizos, pero se sabe la identidad del padre, un gato callejero negro, cabezón y de ojos verdes que circula por las calles de Cerro Cordillera bajo y a quién se le conoce como Cholo Padre, que ha ido dejando hijos no reconocidos por el cerro y hasta en ciertos lugares del plan. A veces Cholo Padre se acerca a la reja de la casa donde viven los mellizos, como si supiera que sus hijos viven ahí. Una mañana una serie de maullidos extraños por parte de Cholo llaman mi atención y de alguna forma sé que grita porque sabe que tiene algún vínculo doloroso con el gato maltrecho de la calle. Todos los gatos del sindicato se acercan y observan el escándalo, pero la mirada de los hermanos es distinta, es una mirada que indica pena. Cuando el gato se aleja, el resto de adherentes del sindicato sigue con su rutina felina, pero Cholo adelanta su siesta, arrullándose al lado de su padre adoptivo, Baco. Cholencio sabe que el día en que Baco parta de camino a su próxima vida –no sabemos cuál de las siete o si esta es la última– él se convertirá en el real macho alfa de la casa. Veo al gato viejo y me pregunto si él llegará igual de cagado a su vejez. Solo imaginarlo me hace pensar si podré estar con él hasta el fin de sus días. Técnicamente no es mi gato, pero es como si lo fuera. Una vez en medio de una intoxicación con un queque de marihuana le pregunté a Susana si lo podía adoptar cuando deje de vivir aquí. Entre tanta droga no recuerdo que me contestó, solo recuerdo que Cholo estaba ahí maullándome enojado, pero hace un par de semanas la Su me preguntó si lo podía cuidar si es que ella se moría. Cholo observa desde el banquillo del rincón de la cocina mientras lavo la loza. Está pendiente de la lata que hay sobre un mesón. Para él todas las latas de conserva son sinónimo de festín, pero para su mala suerte esto solo resulta ser una lata de palmitos. Se va refunfuñando disgustado y empuja la puerta de mi pieza para refugiarse ahí de la Pandora que apenas lo ve empieza a acosarlo. Lo dejo estar ahí. A veces le pregunto en secreto si se irá a vivir conmigo algún día. Mientras ronronea, pone su pata sobre mi mano y yo lo tomo como una respuesta afirmativa. A veces creo que los maridos pasarán y que quizás algún día aparecerá uno realmente estable, pero mi compromiso más duradero siempre será con el líder sindical felino de ojos verdes. Mientras pienso en eso, él está atento a un plato donde hay migas de Crackelet sabor sal de mar, sus favoritas. Dejo que se las coma. ** En memoria de Baco, quién dejó esta vida la tarde del 29 de abril de 2022. Fotografías: Sofía Alarcón Sofía Alarcón F. En 2021, el Registro Civil contabilizó a 1.444 hijas de padres carentes de creatividad que decidieron bautizar a sus hijas como “Sofía”. En 2020, fueron 2.208. En 2019, fueron 2.957 las criaturas inscritas con ese nombre. A lo mejor creyeron que el significado del nombre que supone “sabiduría” les va a facilitar la vida a sus hijas y quizás también a ellos. Tal vez creyeron que el nombre les iba a brindar más estatus social o inteligencia a sus hijas. Quizás creyeron que sus hijas podrán pasar por cuicas o que con ese nombre sus hijas serán tan sabias que tomarán las decisiones correctas en los momentos oportunos. No manejo las cifras de las Sofías inscritas en Chile en 1995 y mucho menos cuántas fueron inscritas en Copiapó. Sé que a mí me bautizaron así por descarte, porque mi abuela no quiso que me pusieran Nacides como a ella.