Un mar demasiado dulce Literatura Revisión crítica a Las cosas que se terminan de Milagros Corcuera, publicado en Reescritura en Valparaíso III, libro compilatorio del Laboratorio de Escritura Territorial III de Baj Valpo. Por Paul Castán “Yo le tengo respeto al mar”, dice mi tía cada vez que le proponemos ir a pasear a la costa de Valparaíso. De hecho, es extraño, porque las orillas playeras del puerto son escasas y de muy mala calidad, en comparativa a los tramos marítimos que circundan a Casablanca. Pero ¿de qué se trata ese respeto? Lo más probable es que tenga relación con las tragedias que manchan las olas porteñas. Las cosas que se terminan de Milagros Corcuera muestra de cerca uno de los nombres que tiene ese respeto, haciendo zoom a un ángulo íntimo y actual de una fatídica historia ocurrida en Las Torpederas, el año 2009. El relato comienza con la voz de una joven estudiante que, luego de terminar las sesiones del colegio, bajaba a Las Torpederas para cebar un mate frente a la costa. Aquel ritual comenzó al conocer a un argentino al cual le contó la historia de Panchita, dada la presencia de una animita dulcemente decorada. Esta ficción basada en el caso real de una niña de cinco años violada y arrojada al mar se concibe —a pesar de lo doloroso del tema— con un pulso de cautivante ternura. Corcuera logra encantar al lector/a al evidenciar cada uno de los objetos que montan la animita, y con ellos escenificar una metáfora perfectamente real: Ese día tuvo que explicarle la historia de Panchita, cómo habían encontrado su cuerpo y la casita que puso la familia, un monumento de juguetes, sillitas, placas que él no entendía pero que tercamente hacían frente a la naturaleza del olvido. Parecía un pequeño liceo, con pupitres para que la niña muerta no se perdiera ninguna lección, con peluches para jugar en los recreos. En este texto encontramos que el dolor se concibe desde la nostalgia; nostalgia que revive la tortura desde el cuerpo que lo cuenta, es decir, cuando las divagaciones de la narradora se acercan a lo que pudo haber sufrido Panchita, también está marcando una herida en su propia existencia. La soledad, el frío, el naufragio son tres sensaciones que comprometen al lector/a; que lo envuelven en una escena de extrema empatía; en un momento que puede ser catalogado como aquellos instantes en que miramos lo insignificante de algo vasto, o lo infinito de algo pequeño. Pero la narradora no es solamente alguien que siente el dolor ajeno, también quiere figurarse en el humilde fruto marino que es un cochayuyo. Objeto que ya no se figura como parte de la casta inferior del mar, sino que, al contrario, concibe los atributos de la luz, la permanencia en el tiempo, la abundancia; características que comparte con la nostalgia: una luminosidad hecha de recuerdos que quisieran ser otros; una existencia que no lucha con el olvido, sino que pelea con más vida; una visibilidad insistente, incluso sin querer verla. Pero eran todavía mejores los cochayuyos. No arrugan ante ninguna tormenta, no importaba si caían columnas de agua o mucho viento, el cochayuyo no se quebraba jamás. El encuadre finaliza como acaba cualquier escena postal: bajando el sol, con un brillo tenue, con un cierto toque romántico, dando líneas textuales a lo que durante todo el texto se quiso refigurar; cerrando todas las cosas que abrió en un principio. En este sentido, las permanentes repeticiones, el tono parejo de cada una de las escenas, pareciera hacer del texto empalagoso de ternura; a pesar de que merma, un tanto, con la justa medida de las páginas. Es muy probable que mi tía pudiera entender este texto mucho mejor que yo. Paul Castán, profesor y estudiante.