En cada poblado anónimo aparece un niño desconocido que comulga con la tierra, crece, se multiplica y construye murallas para derrumbar el olvido.

Por José Díaz Fuenzalida

Infinitas veces habíamos entrado por ese camino bordado de pinos y sauces, un canal de agua diminuto, como ese hilito de sangre que brota de una herida, lo abraza. Mi tata está al volante, conduce una camioneta verde Citroën Berlingo de 1999. Viste jeans azules, camisa de un rosado claro y un par de zapatos gruesos para resistir los barriales que se forman entre los manzanos. Miles de piedritas saltan y chocan contra el metal. La radio se encuentra encendida, un pitido deja escucharse a través del parlante inaugurando el encuentro entre Rangers y San Luis. Rangerito necesita los puntos, tiene buenos jugadores, dice el técnico aún sin contratar del equipo talquino.

Nunca había visto la capilla hasta ese día por la tarde, cuando penetramos junto a mi mamá y tata en una muralla de arbustos. A simple vista era una de las construcciones más grandes del lugar, conservando un aspecto sombrío y colonial. En San Gerardo no había tantas casas, la mayoría eran viviendas de adobe. Incluso había una casa que solo era un gran techo triangular de madera con una puerta y dos ventanas. En las pocas esquinas encontrabas algún cuerpo varado en su bicicleta, levemente inclinado y con los codos apoyados en el manubrio. Los escasos niños apenas salían a la calle, pero en aquella época veraniega el canal se convertía en la piscina pública donde todos iban a bañarse. En la entrada de la capilla estaba José Luis Fuenzalida, único hijo varón, junto a Carola, su pareja, y cinco de sus hijos: Francisco, José Tomás, Trinidad, José Maximiliano y la recién nacida, Ignacia.

El cura apareció por una de las esquinas del terreno, avisa que la ceremonia comenzará pronto. Las puertas principales son de madera, deben tener unos dos metros de largo. El cura dice son de alerce, jamás se pudrirán. El espacio interior es bastante amplio. Las paredes son de adobe y se encuentran pintadas de amarillo, en ellas no se alzan pinturas al óleo, son impresiones en una tela blanca y lisa, lo que no quita la hermosura que se monta en los rostros y cuerpos de los santos. Caben dos filas de bancas y cada una tiene siete hileras de ellas. El techo es de madera, las vigas están a plena vista sobre nosotros. Una estatua de Jesús cuelga de la pared, pareciera que una grieta quiso atravesarlo, pero se detuvo. El cura ya se encuentra al frente de todos, dispuesto a iniciar la ceremonia.

Con mi mamá y tata nos sentamos en la fila izquierda. El cura daba las palabras iniciales, mientras mi tata murmuraba acerca del partido de Rangers y San Luis, aún empatados. Por un tiempo se mantiene absorto en las palabras del cura, escucha atentamente entregando de vez en cuando un gesto con la cabeza en señal de apruebo, su rostro se encuentra tranquilo; responde como el mejor estudiante, entregado a la misma palabra que ha escuchado entre campanadas y coros de ángeles por casi ochenta años. Cree. Cree firmemente.

Yo ayudé a construir esta capilla, dice. Como si no fuera nada, como si fuera algo que todos pudieran hacer. Quito la vista de esa pequeña luz rojiza encendida en el fondo que indica que Dios está entre nosotros, para mirarlo a él, a José Marcial, su arquitectura alta aún a su edad, manos de la anchura de la tierra, cabello del color de los brotes de los manzanos, ojos verdes gastados y heridos por una catarata. La edad no pasa en vano, los años pesan dijo hoy antes de subirse a la camioneta; él posee un olor a polvo perfumado con quillay. Murmura acerca de la construcción de la capilla porque al mirarla desde afuera debe haber recordado, pudo verse de seguro sesenta y cinco años atrás sobre una escalera, colocando la pesada campana de bronce en su nicho en lo alto de una estructura de madera aparte de la capilla: nos demoramos un año entero, comenzamos durante la primavera de 1959…nadie resultó gravemente herido durante la construcción, solo unos cuantos dedos rotos y otros cuantos pies apuñalados por clavos salidos. Recuerda la tarde que la capilla fue terminada. Celebraron una fiesta a orillas de esta. El mecenas detrás de la construcción, Pedro Opazo Cousiño, dueño de una basta cantidad de terrenos en San Gerardo, trajo carne, sacos con panes, chancho en piedra y vino para todos los trabajadores.

El cura quiebra la transición de la memoria, la imagen de mi tata, un poco más joven de lo que soy yo ahora, en los cielos cargando una enorme piedra de bronce. Mamá nos dice que guardemos silencio. El cura pide que cuatro de mis primos ahí presentes pasen hacia delante. Avanzan José Tomás, el mayor, meciendo entre sus brazos a Ignacia, detrás de él van Trinidad y José Maximiliano, aburridos sin saber muy bien lo que pasará a continuación. El flash de una cámara nos encandila a todos.

Proclamemos nuestra fe y oremos por el agua y el espíritu santo… El Dios todopoderoso padre de nuestro señor Jesucristo que te ha liberado del pecado y te ha dado nueva vida por el agua y el espíritu santo… para que formes parte de su pueblo y para que seas para siempre miembro de Cristo… Todos Amén. Y todos en la capilla, como el mejor coro eclesiástico, respondieron: ¡Amén!

El puñado de agua que tomó el cura es lanzado sobre los rostros de los cuatro hermanos. Todos en la capilla parecen estar en una coreografía ensayada hasta el cansancio. Las cámaras vuelven a encenderse. Mientras el cura dice las palabras finales abraza a mis primos, dice algo acerca del perdón o de la salvación del alma. La misa termina, todos nos reunimos afuera para las fotos de rigor. Mi tata está al lado mío. Observamos la capilla mientras el sol reposa sobre sus hombros, pareciera sostenerla con la mirada. La campana retumba, vibra entre las partículas de aire.

José Díaz Fuenzalida es poeta y profesor.