por Benjamín Karraskob, participante LCC 2019

Hace unos años, una malograda lectura a Raymond Williams me dejó en una conjetura que hasta el día de hoy me ha perseguido: ¿cómo llegamos a concebir la reunión de un cierto número de individuos hasta denominarlos “masa”? Nunca he sabido si rehuir o no a esa palabra que, desde aquella vez, se tornó peligrosa en mi vocabulario. ¿Tendré la facultad de evitar ese juicio de político intransigente, que mira un mero cúmulo de personas moviéndose, o tan sólo imaginándose una colectividad objetiva? ¿Podré desprenderme de esa ilusión, acaso? Pensar en la masa siempre es una toma de postura, un modo de ver a las personas desde una posición específica y con ciertos intereses. Pensarlas como mano de obra barata, como cuerpos deambulando; representarse al populacho y al lolaje. Pero, ¿qué pasa cuando al menos hacemos el intento de adoptar una “concepción activa” de los seres humanos y las relaciones que los congregan? Estos pequeños atisbos, que tal vez un lector asiduo a Raymond Williams diría que tan mal he parafraseado, son los que se renuevan cada vez que observo desde la distancia un, digamos por lo pronto, <manchón de gente>.

No fue diferente cuando me expuse a la serie de grabados en Xilografía de Camilo Ortiz, titulada “Barras” (expuestos en la Galería de Artes de BAJ Valparaíso), e incluso quizá fue más provocativa, pues de paso no me gusta el fútbol, ni como deporte ni como espectáculo; aunque debo admitir que tengo mis escapadas culposas. Me entrometo de igual forma, permítaseme esta salvedad. La serie consta originalmente de quince xilografías. Cada una corresponde a los equipos de fútbol que han obtenido títulos en la primera división del fútbol chileno. Camilo Ortiz trabaja otras series en las que aplica igual técnica, y en una ojeada rápida quizá compartan algunas características, aunque sea estéticas, como en “Paralelo Nocturno”, y más aún con “Tiro Libre”, que tiene como igual tema el fútbol. Pero ya he explicado por qué me parece más atractivo “Barras”; y no es precisamente por su marginación en el temario cultural. Al contrario, la relevancia de las barras (bravas) siempre ha estado en la palestra y abunda sobre ellas. Pero basta de aditamentos presentativos y metamos las manos en la masa.

Los colores dominantes que tiñen los piños de las gradas, que no son más de tres o cuatro, ofrecen una muestra característica de identificación en los mejores casos, cuando los grabados aún no se alejan por completo de la figuración. Podemos observar en algunas muestras los lienzos que permiten, en un rápido vistazo, identificar las barras a las cuales pertenecen. Este vendría siendo el primer mecanismo de identificación (no cuenta leer los nombres apostillados, aún), pues, otro sería simplemente guiarse por la asociación de colores. Así damos con los Panzers, el Capo de Provincia, los Tanos y muchos otros. En última instancia, algunos grabados, sin entregarse a la abstracción, exhiben tal ruido en el desparrame de serpentinas, globos y humo, que patentan acertadamente el despliegue del éxtasis, en el clímax del espectáculo, pues es uno en sí mismo. Poder capturar esos momentos siempre ha sido un hallazgo artístico.

Dentro de esta gran mezcla de rostros y perfiles desdibujados se concentra un sentir unitario cuya fuerza es aún perceptible detrás del primer plano, como aquella pulsión auditiva y visual, en el mejor giro sinestésico, que se arraiga en la memoria de cualquier espectador. Igual mezcla de los cuerpos, pues es esta cercanía o pérdida del linde corporal, el mismo roce ante la explosión eufórica del hincha, lo que evoca el carácter aórgico de la festividad. “De pronto, todo acontece como dentro de un cuerpo”, escribe Canetti, en relación a este contacto que exige perder el temor al otro. Es un carnaval que suprime cualquier diferencia, y aún así logra conservar la heterogeneidad en formas y tonalidades. Mismo fenómeno que se da al interior de la masa, en el cual, a pesar de la pluralidad de sensibilidades y contextos que se encuentran allí reunidos, las voces se convierten en una sola, en un gran rugido palpitante que resuena y se desborda e inquieta. No importa si estás en el estadio, del otro lado de la cancha, en la cancha misma o detrás de una pantalla: la barra no sólo está presente, se hace presente; y eso queda tallado indeleblemente en “Barras”.

Vuelvo a la cita anterior: “como dentro de un cuerpo”. La “masa” está consciente de su constitución y del poderío que conlleva su “fanatismo neo-romántico”, como diría Lemebel. En “Barras” escasamente identificamos personas, mas aún son divisibles como una presencia subterránea, oculta tras las bambalinas que agitan orgíasticamente los espacios. Ahora son una unidad, no sabes dónde mirar. Ni el humo, ni las bengalas se roban totalmente la atención. Estas barras no hacen la ola, como se nos muestra en las grandes citas mundialeras. Estas barras son la ola; una ola encabritada que aúlla la agitación de los cuerpos; el espacio donde se grita desde la pena más pútrida, hasta la consigna política más transgresora y subversiva. Es uno de los últimos espacios de resistencia en lo público que pone en jaque las normas de conducta, permitiéndoles expulsar ese resentimiento de <chicos de pobla>, o las frustraciones del cesante que aún sin un peso se queda sin la entrada al estadio. Es este potencial político que nos remite a las primeras agrupaciones en barras, al menos en Chile, durante el período de la dictadura, que permitía hacerle el quite a la represión.

Se podría reclamar que el gesto de Camilo Ortiz —y aún el mío— cae nuevamente en esta conjetura que presentaba al principio; sin embargo, creo que es bastante explícito el gesto político al realzar el latido de un sector que ha sido trasquilado y ninguneado desde siempre, sobre todo en el último tiempo. No necesitan que ningún eremita venga a decirles qué son. Creo que la liberación de la que hablaba R. Williams se remite específicamente a cambiar nuestro monóculo, porque la expresión de las personas seguirá estando allí en su estructura que bien puede ser inextricable e inorgánica, siempre dependiendo desde dónde miremos. No son personas reunidas por el azar, ni tampoco la intención última de su unión es deleznable. Verlo así dice más sobre nosotros que sobre las barras mismas o cualquier otra aglomeración de estas características, como las marchas, por ejemplo. No son un simple montón de banderas meciéndose a duras penas en el PVC, sujetadas por tristes manos proletarias. No son un simple <manchón de gente>.

 

_______________________________________________________________________________________________

Por cierto, los dos libros que referí en el texto, el de R. Williams y E. Canetti, son Cultura y sociedad: 1780-1950 de Coleridge a Orwell y Masa y poder, respectivamente.