por Ítalo Mansilla

En su libro “El Ojo Mecánico”, Carlos Ossa hace una reflexión en torno al cine político y la comunidad, planteando cómo “la convicción de que la mayor grandeza del ser humano es su propia aparición explica el poder que se busca en la imagen.” Sin embargo, ¿cuál es la aparición que hace el ser humano en “El Eterno Retorno”, documental dirigido por Roberto Mathews y Pablo Molina Guerrero?

Desde nuestra perspectiva estamos frente a un cortometraje cuyas imágenes, de alguna forma, exceden los planteamientos que originalmente quiere expresar. La cinta está compuesta por una serie de tomas fijas que se realizaron durante las jornadas de ayuda después del gran incendio ocurrido en Valparaíso el primer semestre del año 2014. Hay, también, un registro paisajista sin una voz que narre y sin diálogos.

El desfile de cuerpos que aparecen en la pantalla pueden ser vaciados del contexto en el que la cámara los registró, ya que gracias al tono ceniza que le entrega el blanco y negro a la imagen, igualmente genera una condición atemporal, es decir, que no hace referencia a un tiempo específico, pero que sin embargo, a pesar de no estar, está más presente que nunca en otros planos del cotidiano y la imaginación.

Lo que sin duda hay en escena son los vestigios de una pos-catástrofe. Una comunidad que se organiza para reconstruir desde su ruina y rescatar lo poco que pueda ser útil de la existencia previa. Lo paradigmático es que la catástrofe podría perfectamente no ser el incendio, en cambio pudo haber sido una guerra que diezmó el terreno, un colapso de la naturaleza o incluso el mismo apocalipsis.

06En cualquier caso las condiciones que propiciaron el incendio de Valparaíso el año 2014 no son fortuitas ni un efecto inevitable de la Historia, vienen de la mano con un sistema económico que pareciera no tener contendor; he aquí el derrotismo de un Eterno Retorno que naturaliza la tragedia del incendio como una condición sine qua non de Valparaíso, en vez de pensar una posibilidad de superación de la misma. Y es que, en cierto sentido se hace eco de lo planteado por el filósofo Slavoj Žižek y pareciera ser mucho más fácil imaginar el fin del mundo –en este caso la vuelta de los incendios en Valparaíso- que el fin del capitalismo.

En este sentido, la aparición que hace el ser humano viene estrechamente ligada con una fantasía dramáticamente teleológica que espera el acontecimiento final para trasformar el comportamiento. Porque en gran medida la sociedad contemporánea, cargada de un individualismo lacerante, no permite la cooperación mutua ni el convivir como iguales. Sólo un quiebre violento que destruya las jerarquías puede traer a escena –y a la imagen- una comunidad que había sido atrapada en el consumo y la competencia. En esa dirección, como dice Espósito, communitas es el conjunto de personas que une un deber o una deuda, no una “propiedad”. El deber de sobrevivir, de recomponerse desde una solidaridad sin propietarios es lo que guía a la comunidad que acontece en la pantalla.

En esta ventana a la catástrofe no debemos dejar de preguntarnos acerca del diálogo que podría establecer la imagen proyectada por el cortometraje y las personas que estuvieron en Valparaíso durante y después del incendio. El vaciamiento, de cierto modo, produce un distanciamiento, al igual que el proceder del relato sin narrador; no obstante, los sentimientos que se pueden llegar a reverberar aún son un terreno que no está plenamente constituido, después de todo los cuerpos que están en pantalla estuvieron para constituirse, por un instante, en sujetos y es posible que muchos se proyecten -o renieguen- del lugar en el que fueron encuadrados. De todas maneras, estar en presencia de estos espacios de suspensión, en donde la atemporalidad pos-catástrofe reconstruye lazos sociales y vence la proyección distópica de una lucha rabiosa por la sobrevivencia, hace reflexionar en la reacción posible –y por qué no, deseable- de una comunidad desde la solidaridad.