Por Ítalo Mansilla Ser prisionero de un selecto grupo del que no hay posibilidad escapar. Una frase como esta probablemente pueda resumir lo que tan compleja y maestralmente nos muestra Pablo Larraín en su película “El Club”. Aquí escenifica los pecados que la iglesia y sus miembros han cometido, conteniendo la debacle moral de manera que el ajusticiamiento pueda hacerse a puertas cerradas, lejos de la población civil y las víctimas. El film muestra a cuatro sacerdotes que viven confinados en una casa por los crímenes que cometieron durante su ejercicio sacerdotal. Están a cargo de una cuidadora (Antonia Zegers), quien además debe velar por que todo funcione en la residencia ubicada en un pequeño pueblo costero. Toda la rutina a la que están acostumbrados cambia cuando aparece el Padre García (Marcelo Alonso) y trastoca las dinámicas a las que estaban acostumbrados. Son varias las aristas que tiene este largometraje, lo que la convierte en un documento rico en análisis y hacen que su relato se torne un complejo mecanismo en el que el drama moral, la culpa, la justicia y el arrepentimiento se vean constantemente enfrentados. La vida dentro de la casa es una prisión, así se representa simbólicamente en una de las primeras escenas en la que vemos a la cuidadora barriendo el patio de la casa y la cámara encuadra la forma en que la acción está limitada al espacio que ocupan las rejas de la entrada, las que se asoman desde abajo del plano. La misma sensación se genera por los planos conjunto que se utilizan para retratar el interior de la casa y su convivencia. Pero la prisión no es solo física, es humana, sicológica y corporal. Es prisionero también el Padre García al tornarse cómplice y confidente de los ocupantes de la casa tolerando los crímenes cometidos otrora por los curas. Sandokán (Roberto Farías) también es un prisionero que hace parte de este club. Su vida ha sido trastocada por las oscuras acciones del, hasta ahora, lado más esquivo y oculto de la iglesia, las marcas están en su cuerpo, en la imposibilidad de ser un humano normal ante el resto, en los vicios y los fetiches -como reminiscencia de los días mas obscuros-, de los cuales está cautivo, es por esto que su cuerpo traiciona todo lo que odia, el rencor por la iglesia y sus ganas de venganza. Un elemento que no deja de ser interesante es cómo se intenta generar una suerte redención por parte de los curas quienes, pese a ser interpelados en interrogaciones que los exponen visualmente en primeros planos y de reconocer sus acciones, no se sienten culpables ni tampoco están arrepentidos de haberlas cometido. Es más, se muestran dispuestos a llevar sus acciones al límite con tal de mantener la paz en la que se mantenían, la que siempre estuvo en tensa calma, en un ambiente lúgubre y frío que se potencia con la fotografía y la dirección de arte que retratan los paisajes grisáceos. La buscada redención podría estar en un forzado espíritu cristiano que se articula en torno a Sandokán, donde el cuidado que le prodigan es la forma de redimir, hacerse cargo, de incluir y completar ese club que en definitiva, es la iglesia. La cinta es una obra para apreciar en detalle, con el fin de debatir respecto a la iglesia y lo que ha representado –y representa- en una sociedad chilena que aún vive bajo un manto de secretos e hipocresía que constantemente se están develando en mano de cineastas que problematizan, incomodan y deconstruyen las cosas que creíamos saber. Ficha Técnica: Chile, 2015, 98 min. Título Original: “El Club”. Director: Pablo Larraín. Guion: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos. Reparto: Roberto Farías, Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell, Marcelo Alonso, Paola Lattus, Diego Muñoz, Erto Pantoja.