Carolina Mosconi Frey*

Señalé algunas obras en el contexto del Festival de las Artes de Valparaíso (FAV) que no quería perderme. Entre ellas elegí una intervención en el mirador Pezoa Véliz, en la población Montedónico de Valparaíso. La propuesta se anunciaba desde la “apropiación” del espacio mirador, proponiendo jornadas participativas de limpieza del lugar y la construcción de un escenario, “con el fin de recrear un pequeño anfiteatro natural”.

Pensé que sería una buena oportunidad para conocer ese “más allá” de la avenida Alemania que se me ha presentado siempre desde la advertencia como lugar peligroso para una residente novata y extranjera como yo.

Idealicé la iniciativa impulsada por el festival. Asumí que estaban promoviendo excusas para disolver ese borde-avenida, llevar al habitante del plan hacia arriba y visibilizar así la periferia-cerro que, según entiendo y escucho casi abusivamente, es de lo más valioso y único que tiene esta ciudad.

Insistí en subir a pesar de un primer fracaso. Llegué unos días después junto con trabajadores del festival (mi agradecimiento a ellos). Me encontré con los organizadores, gente del mundo del teatro, y con un grupo de divertidos niños habitantes del sector. Ningún visitante “extramuros”, sólo yo en el apuro de explicar qué hacía ahí, quién era. Indudablemente la actividad no estaba contemplada para recibir visitantes, o más precisamente, el festival no había tenido intenciones de diseñar alguna estrategia de que así sea. Esta obra estaba completamente fuera del circuito itinerante que vincula espectadores y obras: la dificultad de acceso al lugar no fue tenida en cuenta por la organización a la hora de ofrecer la información necesaria para estimular y proteger al visitante a subir y ser parte de una intervención fuera del plan, en la periferia-cerro.

Sería oportuno hacerse la pregunta ¿qué idea de ciudad promueve el Estado a través de esta iniciativa? Preferiría pensar que las políticas públicas tienen bien en claro esto desde su génesis, inocencia es algo que no le perdonaría al Estado, nunca; tampoco a los artistas urbanos.

La intervención

Durante los siete días de trabajo este grupo de personas limpió el mirador y reutilizó parte de la basura para construir un piso-escenario que sería inaugurado con la puesta en escena de un temazo compuesto por los niños en el taller de hip hop que, junto con el de elaboración de almácigos con botellas cortadas, completa la trilogía: reciclaje, trasplante y música.

No hay lugar ni necesidad de preguntarse si esto es o no arte. Qué importa.

Acá hay obra. La obra es el diseño de una experiencia en tanto proceso de construcción – de lugar, saberes y relaciones- y como posibilidad de acciones futuras que involucran una comunidad.

“¿No botar basura dónde? -en el mirador!”, proclama el estribillo hip hopero que cantan los niños in situ en plena grabación para un video que dará cuenta de esta experiencia compartida.

El proceso de participación colectiva importa mucho más que su producto final: el escenario no posee valor proyectual en sí mismo, se presenta en cambio, como hito que atestigua ese encuentro que tuvo lugar, ese proceso donde los niños “que son el futuro” -palabras de uno de los organizadores, Erik Aliaga- pudieron aprender haciendo. Todo giró en torno a sembrar lazos con el mirador como espacio en común. Limpiarlo, acondicionarlo, fundarlo como lugar.

El basurero ya es un mirador

La obra no es el escenario sino la actividad -pública y colectiva- que sostiene y reproduce como regalo a la comunidad. No es una cosa sino múltiples posibilidades. Es una experiencia que inaugura el reconocimiento de un espacio que sea público de hecho y no sólo por derecho. La obra instala el acto de manifestarse y ser visto donde antes sólo había basura. Una pena que nadie haya llegado a verlos.

*Arquitecta de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Alumna del Magíster “Ciudad y territorio” de la PUCV. Alumna III Laboratorio de Crítica Cultural de Balmaceda Arte Joven Valparaíso.